La llegada de los conquistadores supuso una gran revolución sobre todo en el terreno de la arquitectura, con la traslación de las diversas tipologías de edificios propios de la cultura europea: principalmente iglesias y catedrales, dado el rápido desarrollo de la labor de evangelización de los pueblos nativos americanos, pero también edificios civiles como ayuntamientos, hospitales, universidades, palacios y villas particulares. En el terreno religioso, se dio a menudo la circunstancia de que muchas iglesias fueron construidas sobre antiguos templos indígenas. Aun así, frecuentemente se produjo una síntesis entre los estilos colonizadores y las antiguas manifestaciones precolombinas, generando una simbiosis que dio un aspecto muy particular y característico a las originales tipologías europeas. Así, observamos cómo las principales muestras de arte colonial se produjeron en los dos centros geográficos de más relevancia en la era precolombina: México y Perú. En pintura y escultura, en las primeras fases de la colonización fue frecuente la importación de obras de arte europeas, principalmente españolas, italianas y flamencas, pero enseguida comenzó la producción propia, inspirada en inicio en modelos europeos, pero incorporando nuevamente signos distintivos de la cultura precolombina.
Las primeras muestras de arquitectura colonial en América tuvieron, al igual que en la metrópoli, cierta pervivencia de rasgos góticos, si bien pronto empezaron a llegar las nuevas corrientes que se producían en España, como el purismo y el plateresco (Catedral de Santo Domingo). Al iniciarse la colonización, la arquitectura que se desarrolló principalmente fue de signo religioso: por Real cédula, el primer edificio que se debía construir en cualquier nueva ciudad debía ser una iglesia. Durante la primera mitad del siglo XVI fueron las órdenes religiosas las encargadas de la edificación de numerosas iglesias en México, preferentemente un tipo de iglesias fortificadas, en un conjunto almenado con iglesia, convento, un atrio y una capilla abierta —llamadas “capillas de indios”—, como el Convento de Tepeaca, el de Huejotzingo y el de San Gabriel en Cholula. Las diversas órdenes religiosas rivalizaron en cuanto a dimensiones y decoración de sus construcciones: los agustinos, dominicos y franciscanos fueron los que realizaron edificios más monumentales y ornamentados, como los conventos de Acolman, Actopan y Yuriria.[1]
En cuanto a arquitectura civil, las nuevas ciudades construidas por los colonizadores españoles siguieron planimetrías inspiradas en el clásico modelo reticulado, trazadas según las ordenanzas reales, que estipulaban la forma y extensión de la plaza mayor, el ancho y orientación de las vías públicas y la distribución de las manzanas de casas, dispuestas en forma de damero. La primera ciudad planificada según este sistema fue Santo Domingo.
Pintura
Las primeras muestras de pintura colonial fueron las de escenas religiosas elaboradas por maestros anónimos, realizadas con medios precolombinos, con tintasvegetales y minerales y telas de trama áspera e irregular. Destacaron las imágenes de la Virgen con el Niño, con una iconografía de raíces autóctonas donde, por ejemplo, se representaban los arcángeles como arcabuceros contemporáneos. La producción artística hecha en Nueva España por indígenas en el siglo XVI es denominada arte indocristiano. Adentrado el siglo XVI surgieron los grandes frescos murales, de carácter popular. Desde mediados de siglo empezaron a llegar, procedentes de Sevilla, maestros españoles (Alonso Vázquez, Alonso López de Herrera), flamencos (Simon Pereyns) e italianos (Mateo Pérez de Alesio, Angelino Medoro).[3]
Las primeras muestras fueron nuevamente en el terreno religioso, en tallas exentas y retablos para iglesias, confeccionadas generalmente en madera recubierta con yeso y decorada con encarnación —aplique directo del color— o estofado —sobre un fondo de plata y oro—, y la piedra en la decoración y construcción de las portadas de iglesias y palacios. Junto a la importación de obras de los talleres peninsulares, fundamentalmente de los sevillanos, empezaron a establecerse en las distintas ciudades que se fueron creando, escultores que implantaron el sistema de talleres y gremios existentes en España. La labor de las órdenes religiosas creando las primeras escuelas de artes y oficios, introdujo en las tareas artísticas a los artesanos indígenas. Con ello se inició un mestizaje entre los estilos provenientes de Europa y las tradiciones precolombinas. A principios del siglo XVII nacieron las primeras escuelas locales, como la quiteña, la cuzqueña y la chilota, destacando la labor patrocinadora de la orden jesuita.
En Perú, las construcciones desarrolladas en Lima y Cuzco desde 1650 muestran unas características originales que se adelantan incluso al barroco europeo, como en el uso de muros almohadillados y de columnas salomónicas (Iglesia de la Compañía, Cuzco; San Francisco, Lima). En el siglo XVIII la arquitectura se orientó a un estilo más exuberante, otorgando un aspecto inconfundible al barroco limeño (Palacio del Marqués de Torre-Tagle, actual Ministerio de Asuntos Exteriores). La Iglesia de San Agustín de Lima (1720) destaca por su fachada, concebida como un gran retablo. Otras obras de relevancia son las iglesias de la Compañía de Arequipa (1698) y Quito (1722-1765).[5]
Catedral de Zacatecas, México
Iglesia de la Merced, Antigua Guatemala
Catedral de la Inmaculada Concepción de Comayagua, Honduras
Iglesia de la Recolección de León, Nicaragua
Iglesia de la Compañía en Quito
Palacio Arzobispal de Lima, Perú
Casa de la Moneda, Potosí, Bolivia
Pintura
Las primeras influencias fueron del tenebrismo sevillano, principalmente de Zurbarán —algunas de cuyas obras aún se conservan en México y Perú—, como se puede apreciar en la obra de los mexicanos José Juárez y Sebastián López de Arteaga, y del bolivianoMelchor Pérez de Holguín. En Cuzco, esta influencia sevillana fue interpretada de modo particular, con abundante uso de oro y una aplicación de estilo indígena en los detalles, si bien inspirándose por lo general en estampas flamencas. La Escuela cuzqueña de pintura surgió a raíz de la llegada del pintor italiano Bernardo Bitti en 1583, que introdujo el manierismo en América. Destacó la obra de Luis de Riaño, discípulo del italiano Angelino Medoro, autor de los murales del templo de Andahuaylillas. También destacaron los pintores indios Diego Quispe Tito y Basilio Santa Cruz Puma Callao, así como Marcos Zapata, autor de los cincuenta lienzos de gran tamaño que cubren los arcos altos de la Catedral de Cuzco.
En el siglo XVIII los retablos escultóricos empezaron a ser sustituidos por cuadros, desarrollándose notablemente la pintura barroca en América. Igualmente, creció la demanda de obras de tipo civil, principalmente retratos de las clases aristocráticas y de la jerarquía eclesiástica. La principal influencia será la de Murillo, y en algún caso —como en Cristóbal de Villalpando— la de Valdés Leal. La pintura de esta época tiene un tono más sentimental, con formas más dulces y blandas. Destacan Gregorio Vázquez de Arce en Colombia, y Juan Rodríguez Juárez y Miguel Cabrera en México.[3]
Los otros dos centros de importancia fueron el cuzqueño que desarrolló un tipo de imagen de vestir de fuerte aceptación popular, y el quiteño. Fue en este último donde a finales de siglo surgieron dos de los escultores más importantes de la época: Manuel Chili Caspicara y Bernardo Legarda.
La construcción de sillerías de coro y de retablos produjo las obras más valiosas del periodo. La riqueza decorativa característica del barroco incorporó el repertorio de motivos indígenas así como una extraordinaria profusión de detalles y una exuberancia ornamental que produjo retablos que son considerados como unas de las obras más representativas del arte iberoamericano.
En el Virreinato de Nueva España descolló la escuela guatemalteca de imaginería pero al igual que en el Virreinato del Perú fue en la retablística, sobre todo en México, donde se realizaron las obras más destacadas.
AA.VV. (1991). Enciclopedia del Arte Garzanti. Ediciones B, Barcelona. ISBN 84-406-2261-9.
Azcárate Ristori, José María de; Pérez Sánchez, Alfonso Emilio; Ramírez Domínguez, Juan Antonio (1983). Historia del Arte. Anaya, Madrid. ISBN 84-207-1408-9.