El moderantismo, aunque puede retrotraer su origen a la Guerra de Independencia española, en la postura de los jovellanistas (por Jovellanos), intermedia entre la de absolutistas y liberales en los debates de las Cortes de Cádiz, no se explicita como movimiento político hasta el Trienio Liberal (en que los moderados se oponen a los exaltados). Incluso entonces no se llegó a concretar en su forma definitiva. Esa concreción se efectuó a partir de los últimos años del reinado de Fernando VII, cuando el grupo isabelino dentro de la corte, en torno a la futura regente María Cristina de Borbón, procuró atraerse a los más moderados de entre los liberales (Francisco Martínez de la Rosa), consiguiendo una amnistía que permitiera su vuelta del exilio (1832, primero restringida y luego ampliada en 1833)[2] para apoyar la sucesión de la única hija del rey, Isabel; frente al grupo carlista, claramente absolutista, partidario de la aplicación de la Ley Sálica que preveía la sucesión del hermano menor del rey, Carlos. La evidencia de la necesidad de un mutuo apoyo entre los liberales moderados y la aristocracia isabelina hizo encontrar una expresión posibilista de la ideología común, alejada de todo extremismo. Entre sus adversarios se calificó de pasteleo este intercambio de favores, conciliación o convergencia de intereses en torno a una postura equidistante, denominación popularizada hasta tal punto que pasó a ser un sinónimo ofensivo para el propio moderantismo, y los moderados eran llamados pasteleros; mientras que a Martínez de la Rosa se le aplicaron los motes de Rosita la pastelera y Barón del bello rosal.[3]
Los moderados se mantuvieron en el poder durante buena parte del reinado de Isabel II (década moderada, 1844-1854, y el periodo 1856-1868) recurriendo a pronunciamientos militares cuando fue necesario, a cargo de su principal espadón, Narváez. Desde el gobierno tuvieron oportunidad de desarrollar los principios programáticos del moderantismo, identificados con la Constitución de 1845, que mantenía un equilibrio de poderes entre rey y parlamento mucho más favorable al monarca que en la Constitución de 1812 e incluso que la constitución de 1837. Un pequeño grupo de moderados partidarios de seguir con este texto (por entender que beneficiaba al consenso y la estabilidad política), fue despectivamente acusado de prejuicios puritanos por Narváez, que los ignoró, y desde entonces se les conoció como puritanos o disidencia puritana; liderados por Joaquín Francisco Pacheco y Pastor Díaz, contaban con personalidades como Istúriz, José de Salamanca, Patricio de la Escosura y Claudio Moyano, y el apoyo de los generales Manuel Gutiérrez de la Concha y Ros de Olano, y que terminarían confluyendo con los más moderados de entre los progresistas en las estrategias de Unión Liberal dirigidas por el general Leopoldo O'Donnell.[6]
Se forzó una fuerte restricción del sufragio con criterios económicos, reservándolo a los más ricos; y se propició una política de orden público confiada a un cuerpo de nueva creación, la Guardia Civil. El moderantismo era marcadamente centralista, reduciendo las atribuciones municipales que los progresistas procuraban expandir; y mantuvo una política económica favorable a los intereses de la oligarquía terrateniente castellano-andaluza (según demandara la coyuntura, entre el proteccionismo y el librecambismo), que en lo fiscal se traducía en una mayor carga impositiva indirecta (los consumos, pagados por todos) que directa (las contribuciones, pagadas en relación con la riqueza). La reforma hacendística de 1845, realizada por Alejandro Mon y Menéndez y Ramón de Santillán perpetuó este sistema fiscal.
Conservadores en materia social y religiosa, los moderados españoles no pretendieron la separación Iglesia-Estado, sino una reconducción de la política anticlerical propia de los liberales progresistas, lo que se concretó en el Concordato de 1851. La Iglesia Católica española siguió gozando de un papel preponderante en la vida pública, respetándose su posición privilegiada en la educación y garantizándose su supervivencia económica tras haberle privado de sus fuentes de riqueza con la Desamortización. Mediante el presupuesto de culto y clero el Estado se obligaba al pago de los salarios de sacerdotes y obispos y al mantenimiento del inmenso patrimonio inmobiliario que aún permanecía bajo su control. Ideológicamente, los denominados neocatólicos representaron el ala derecha del moderantismo, procurando un difícil equilibrio entre catolicismo y liberalismo, que para sus adversarios era un simple enmascaramiento de posturas tradicionalistas, ultramontanas o reaccionarias.
Personalidades y medios vinculados al moderantismo
El carácter centrista del moderantismo provocó que, además de los moderados que lo fueron desde el inicio de su carrera política o intelectual, algunas de las personalidades más destacadas de este ámbito político e ideológico provinieran de las filas de sus adversarios políticos. Unos siguieron una trayectoria política hacia la derecha, provenientes del liberalismo exaltado o de las diferentes agrupaciones progresistas; otros, una trayectoria hacia la izquierda, llegando al moderantismo provenientes del carlismo.
Además de los citados con anterioridad, pueden nombrarse a:
Claudio Moyano (inicialmente progresista, criticó la Desamortización de Madoz y se pasó a las filas moderadas, y ya en la Restauración, a los conservadores de Cánovas).
Luis González Bravo (inicialmente progresista, llegó a encabezar el gobierno moderado caracterizado por la más dura represión en el periodo final de Isabel II, y se acercó a los carlistas, ya en el exilio).
La historia de la prensa en España se caracterizó en el siglo XIX por el predominio de la prensa de partido, estando los periódicos claramente alineados con una posición política determinada, aunque ninguno de ellos fuera exactamente un órgano oficial. Entre los medios identificados como alineados con el moderantismo, tanto en Madrid como en provincias, se contaban:[9]
En España hubo una firmísima adhesión a esta forma adulterada del liberalismo político, hecha a la medida de la burguesía conservadora. Las más duraderas Constituciones españolas del siglo XIX obedecen por entero a este modelo teórico. Es más: en España se acentuó en varios aspectos la tendencia conservadora del liberalismo doctrinario, y la vigencia temporal del mismo fue mucho más duradera que en Francia. Los principales teóricos del liberalismo doctrinario en España fueron, según Díez del Corral, Jovellanos, Martínez de la Rosa, Donoso Cortés y Cánovas del Castillo. Como se ve, un rosario de nombres que enlaza por una punta con los ilustrados de fines del siglo XVIII y por otra con el más importante político del último cuarto del siglo XIX. José María Jover ha denominado 'moderantismo' a la versión española del liberalismo doctrinario. Hubo en España un partido, el moderado, que era tan sólo moderadamente (es decir, escasamente) liberal.
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El moderantismo viene a ser el régimen político de una oligarquía que desea guardar las formas de un régimen representativo sin perjuicio de renunciar de antemano a los resultados que comportaría una aplicación sincera del mismo.
↑Su trayectoria vital es altamente significativa: liberal doceañista en el Trienio, pasó de la carbonería a la masonería y al moderantismo, aproximándose al conservadurismo inglés -Edmund Burke- en su exilio londinense).
De clase media, con estudios, Galiano fue, siendo un muchacho, testigo en Madrid del Dos de Mayo; luego, en su tierra, en Cádiz, observó la peripecia de las Cortes, escribiendo entre diputados y soldados. Masón, conspirador, orador de taberna, parlamentario duro, incendiario a veces, fue quien propuso la inhabilitación de Fernando VII en plena invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis. Exiliado en Londres, aleccionado por los errores del Trienio y su experiencia inglesa, volvió a España en 1834 convertido en otro tipo de político, más templado y pragmático. Acompañó a Istúriz en el gobierno de 1836, y elaboró un proyecto de constitución que el golpe de estado de La Granja, en agosto de aquel año, impidió que llegara a las Cortes. Segundo exilio y segunda reflexión. Volvió con el doctrinarismo y el constitucionalismo aprendidos. Fue a veces amigo de Argüelles, y de Donoso Cortés en la lejanía. Su prólogo a El moro expósito, del Duque de Rivas, constituye el auténtico manifiesto del romanticismo español, como ha escrito Sánchez-Prieto.
Yo reconozco que debe haber una perfecta igualdad al concederse los derechos civiles. Yo reconozco que el último mendigo de España tiene los mismo derechos para que se respeten los harapos que lleva sobre sí, que el que puede tener un potentado para que se respeten los magníficos muebles que adornan su palacio... pero en los políticos no. Los derechos políticos no se conceden como privilegios a toda clase de personas, no; son un medio para atender a la felicidad del país, y es preciso que se circunscriban a aquellas clases cuyos intereses, siendo los mismos que los de la sociedad, no se puedan volver contra ella.
Silvela, que es incontestablemente un representante casi prototípico del liberalismo moderado español de la regencia de Mª Cristina es, incluso biológicamente, descendiente de los ilustrados afrancesados que tuvieron que exiliarse con la caída del gobierno josefino y la vuelta de Fernando VII. Pero en el planteamiento ideológico de Silvela se aprecia claramente la superación del ideario de los ilustrados, profesado por los hombres de la generación anterior entre los que creció y se formó. Por eso afirma que ha de pasarse de la máxima ilustrada de “todo para el pueblo pero sin el
pueblo” a “todo para el pueblo y lo más que se pueda por el pueblo”, matizando su afirmación al aclarar que entiende por pueblo “no la plebe, sino la universalidad de los consociados en un pacto común” 290. Abundando en esta idea, Silvela y remitiéndose a las páginas aludidas en la Introducción de su Colección de dictámenes, proyectos y leyes orgánicos o estudios prácticos de administración reitera al hilo de la posibilidad de participación de pueblos y provincias a través de corporaciones de origen popular (Ayuntamientos y Diputaciones) que en ningún caso debe constituir un obstáculo para el desenvolvimiento del poder central; establece como principio que el pueblo no se entrometa en hacer “lo que no debe, lo que no puede: no queremos que el elemento democrático predomine de tal modo en las corporaciones municipales y provinciales que haga del todo imposible el ejercicio de la autoridad central”. Silvela es un verdadero representante de esa nueva generación de liberales templados, que constituía la base ideológica del partido moderado. Es partidario del gobierno de los mejores, de los más inteligentes, bajo la forma de monarquía constitucional. En este sentido afirma en la Introducción de su obra que:
“Los gobiernos representativos se fundan principalmente en dos bases: la división armónica de los poderes, y la intervención necesaria de los más sabios y virtuosos en la dirección y manejo de los asuntos comunes en los diferentes grados de la escala social” y que “En semejantes gobiernos el rey y las Cortes ejercen el poder legislativo... En esta clase de gobiernos no hay soberano; a no ser que con tal nombre se designe el ente moral que resulta de la conveniencia de voluntades del rey y las cortes en un mismo punto”.
Probablemente una de las definiciones más sintéticas de la ideología, y del programa de gobierno que impulsaban los moderados allá por el año 1838 se encuentra en las páginas de esta obra de Silvela, en las que resume en un solo párrafo los principios inspiradores de la actuación de los moderados ya definidos como totalmente liberales: gobierno de los mejores y soberanía compartida. No obstante Silvela había matizado en su propuesta de sistema electoral indirecto las posiciones mantenidas por los representantes más característicos del doctrinarismo español del momento, defensores del sufragio censitario; concretamente critica la tesis de Donoso (del que por otra parte se confiesa amigo) del gobierno de los más inteligentes: está de acuerdo en que el manejo de los asuntos públicos debe encomendarse a los más sabios y capaces, pero discrepa en el procedimiento para decidir quienes son esos más capaces:
“No basta alegar, en magnifica y brillante prosa, que los mejores entre los buenos ejercen un derecho propio y no delegado; que la inteligencia lleva consigo la legítima prepotencia (en todo lo cual no podía caber la menor duda) sino que después para constituir y conservar la sociedad política, es preciso descender de tan elevadas regiones, llamar a las puertas a esas mismas inteligencias y hacer que adopten el mando y que gobiernen... La propiedad y la capacidad, en el sentido que esas palabras se usan, no son seguridades de saber.. son indicios vagos, presunciones generales”. En consecuencia, se decanta por un sistema indirecto en el que gocen de derecho de sufragio activo y pasivo, en primera vuelta, todos los varones en posesión de sus derechos civiles considerando que un sistema de elección indirecto de amplia base no origina anarquía sino organización. Afirma, en este sentido, que en su opinión no debe ponerse traba alguna al elector en el ejercicio de su derecho; los inconvenientes que pudiera presentar el sufragio universal se verían después corregidos en el segundo grado de elección, de modo que en un primer grado los electores voten a quienes, entre los que conocen, consideran los mejores, y el cuerpo electoral formado por estos, elija a los miembros del cuerpo legislador. Así se lograría según Silvela, el gobierno de los mejores entre los buenos:
“La confianza pública, la confianza de la mayoría de electores en primer grado, es la única regla, el único termómetro indefectible de la aptitud, de la idoneidad, de la capacidad para ser elector en definitiva; el único medio que debemos emplear para dar con esa clase de electores instruidos, honrados y patriotas que inútilmente buscamos por vías indirectas y engañosas”.
Y frente a las críticas al sistema de elección indirecta, opina que el sistema indirecto tenía más tradición y arraigo en España que el directo, y argumenta además que:
“Es falso sostener, como se ha dicho, por el medio de la elección indirecta se hace ilusorio el hecho de votar, porque se reduce a poco o nada lo que el elector vota de primer grado. A mi entender muy al contrario: vota cada elector cuanto puede y por consiguiente cuanto debe, puesto que vota cuanto sabe... Es falso también que la elección indirecta se a menos popular que la directa, tal y como se propone... la más popular de entrambas sería la directa; pero bajo el supuesto del voto universal”.
Pero el reconocimiento del derecho de sufragio activo a la totalidad de los españoles que gocen de sus derechos civiles, en definitiva, de un sufragio universal en la elección de primer grado, no significa que Silvela se adhiera a las tesis progresistas de la soberanía popular. Afirma claramente que la soberanía no reside en el pueblo:
“El pueblo no es soberano ni tiene derecho a ejercer la soberanía, porque no puede existir jamás el derecho de una cosa imposible; pero el pueblo es el origen de la soberanía...Bajo un régimen representativo es cuando los ciudadanos cada uno de por sí, como unidades separadas, tienen mayor y más útil intervención en la dirección y manejo de los asuntos comunes, sin que por eso, en ninguna ocasión el pueblo sea soberano”.
En todo caso, y a pesar de las comentadas diferencias de matiz, Francisco Agustín Silvela se inscribe entre los representantes de esa tercera vía, donde tanta importancia tiene el concepto de orden, frente a las posiciones en las que se mantenían los liberales exaltados bajo la divisa de la libertad. En este sentido se pronunció con claridad en 1836 en la introducción a su proyecto de ley electoral: “Si a esto llaman moderación; si el justo medio europeo pugna solo por esto; si clama por la estricta y severa observancia de las leyes benéficas; si se irrita de ver hollados los derechos de la humanidad y amenazadas algunas regiones de la más espantosa anarquía, yo también soy revolucionario moderado, yo quiero pertenecer al justo medio”.
Y en 1838 se ratificó en la misma posición defendiendo la condición de liberales de sus ideas frente a quienes puedan tildarlas de demasiado templadas: “No hay contradicción en profesar el incontestable dogma de la soberanía nacional con todas sus consecuencias legítimas; en desear la abolición del diezmo y toda contribución desproporcional; la desamortización completa eclesiástica y civil; la extinción de todo privilegio, la igualdad legal; en ser hombre del pueblo, decidido a sostener los intereses de esa inmensa mayoría, desgraciada en todos los países, destinada, si no a la abyección, a la ignorancia, y a horrorosas privaciones; en una palabra en ser justo, benéfico, tolerante, amante de la humanidad; en pertenecer al progreso, a que nos honramos de pertenecer entendido como nosotros lo entendemos, y querer orden, gobierno, administración”