La figura del rey de los visigodos pasó de un jefe guerrero a un soberano de pueblos, y después a un monarca tradicional, con un poder inmenso pero sometido a la ley.
Como máxima autoridad, el rey nombraba a metropolitanos y obispos, convocaba y asistía a las aperturas de los concilios generales en los que realizaba un discurso de apertura, y más tarde (desde el VIII Concilio de Toledo) les dirigía un escrito llamado tomus con una exposición general de los temas a tratar.
En algunos concilios se pusieron límites a la autoridad real, pero en general la autoridad del monarca era casi absoluta.
Debía ser elegido en Toledo o donde muriera el rey anterior.
Debía jurar que gobernaría con moderación, benevolencia, justicia y piedad y que no permitiría a los judíos violar la fe católica[cita requerida], y desde Recesvinto, se estableció el juramento sobre el respeto a la propiedad privada.
Recibía el juramento de fidelidad de los nobles, el clero y el pueblo en su entronización.
Su persona era casi inviolable. No podía hablarse mal de él, oponérsele con conspiraciones o con las armas, no se podía consultar a adivinos sobre su futuro y nadie podía rebelarse contra él.
Debía castigar al asesino de su antecesor, en su caso.
Convocaba los Concilios y algunos Sínodos.
Exponía a los Concilios los temas que quería que se tratasen.
Nombraba a los metropolitanos y a los Obispos.
Legislaba o revocaba las leyes existentes.
Resolvía las apelaciones y sentaba jurisprudencia.
Donaba las tierras de la corona y los esclavos reales, o los devolvía a sus antiguos dueños (hasta que con Chindasvinto se suprimió la posibilidad de devolución total).
Podía manumitir esclavos de la corona y autorizar la venta de esclavos reales.
Concedía los permisos para viajar al extranjero.
Tenía derecho a asociar a un hijo al trono, para descargarle de algunas funciones o realizarlas en el ámbito de una provincia.