En la Antigüedad, los asirios y caldeos pintaron de brillantes colores sus estatuas y aparte de esto decoraban las paredes de sus edificios sea con azulejos, sea con pinturas murales de color vivo cuyo perfil quedaba dibujado por una raya gruesa negra o de color. Los egipcios cubrieron de pinturas jeroglíficas sus templos y palacios.
Los griegos fueron asimismo maestros en policromar sus monumentos y lo mismo puede decirse de los antiguas culturas precolombinas.
Los descubrimientos hechos durante el siglo XIX han permitido cerciorarse de que los helenos cubrían con un sólido estuco, generalmente rojo, las gradinatas y el suelo de sus templos. Los capiteles y arquitrabes recibían un tono carmín; las cornisas eran azules, realzadas con adornos rojos, pardos, amarillos y verdes; el tímpano era azul; los canales tejas, acroteras, antefijas y todos los barros cocidos ofrecían brillantes colores, hábilmente armonizados. Los edificios civiles o profanos estaban decorados también con pinturas murales.
Los romanos emplearon mucho las columnas monolitas de mármol de diversos matices y los mosaicos. Los bizantinos, herederos del arte helénico, continuaron la tradición y transmitieron la policromía a los árabes y a los pueblos de Occidente.
Época románica
En el estilo románico y después en el gótico fue costumbre decorar con pinturas de tonos vivos y simples las capillas y estatuas generalmente sobre fondo rojo o azul. A veces, se pintaban de azul, con estrellas las bóvedas a cuyos efectos policrómicos contribuían por su parte las vidrieras de colores y dorados.
Renacimiento
En el Renacimiento, se emplearon toda suerte de mármoles de colores, mosaicos y frescos, haciendo lo mismo la arquitectura contemporánea.